sábado

La otra mitad de mi mismo

Aristóteles dedicó uno de los libros de su Ética a Nicómaco a una de las experiencias más necesarias en la vida: la amistad. No ha sido, ni mucho menos, el único que ha hablado de este tema, pero sí uno de los más citados. Entre las ricas y sugerentes ideas que nos dejó, afirma Aristóteles que la amistad es un ingrediente indispensable para la vida: nadie puede vivir sin amigos. Explica también que el amigo es, en cierto modo, un otro yo. En primer lugar, porque será franco y sincero con nosotros, diciendonos cosas que quizás otros silencien por temor a hacernos daño. Y en segundo lugar, porque nos miramos en los amigos, encontramos en ellos algo de nosotros mismos y somos símbolos de ellos. Los amigos forman una sola unidad y separados son “la otra mitad” no en este caso amorosa sino amistosa. Una consecuencia de todo esto es sencilla de deducir: la amistad tiene casi un componente “ético”, y guarda cierta relación con la virtud.
Algo de esto hay en el viejo dicho: “dime con quién andas y te diré quién eres”. De una manera prácticamente imperceptible se van generando entre los amigos pautas de conducta, acuerdos nunca escritos y mucho menos hablados, que marcan el modo de vida dentro de ese grupo. De ahí precisamente que la amistad sea también “ética”: forma el carácter, refuerza unos hábitos y diluye otros. Los grupos de amigos se contagian intereses, gustos y costumbres. Por ello suelen formarse a partir de un elemento compartido: el trabajo, el ejercicio físico o el tiempo del colegio. Los iguales tienden a ser amigos de los iguales, o al menos así lo piensa Aristóteles, convencido de que la amistad entre quienes son similares tiene más garantías de ser sólida que entre los desiguales. Y si hacemos una recapitulación provisional, podríamos alargar la reflexión aristotélica, afirmando que la amistad es un microcosmos ético, relacionado por tanto de una manera directa con aspectos tan importantes para el ser humano como la felicidad y la justicia. O dicho de otra manera: hay amistades más “éticas” que otras.
El “ethos” de cada grupo de amigos es también particular: los hay que tras años de tiempos y espacios compartidos apenas se conocen mutuamente. Otros son absorbentes, requieren una dedicación casi exclusiva que puede llegar a hartar. Los hay correctos, educados, incapaces de decir una palabra más alta que otra o de mostrar ante los demás el más mínimo detalle que pudiera ser censurado: “qué dirían mis amigos si supieran que…”. Están los que establecen sus propias pautas y códigos, y hacen de la chanza, la broma y la ironía el pan nuestro de cada día. Vientos que se siembran y desembocan tempestades, sean de risas o de venganza, maquinando siempre cuál va a ser la próxima. Y siendo todos estos grupos “puros”, cabría decir que ninguno de ellos existe: todos podemos identificarnos, en uno u otro contexto, con alguna de estas tipologías, a cuestas con nuestra máscara de amigos en el teatro del mundo. Sabemos (o intuimos) qué podemos hacer en cada contexto y vamos construyendo amistades y perdiendo otras antiguas. Ley de vida. Y de fondo la pregunta aristotélica: ¿Quién podría vivir sin amigos?